Siglo XIV
1483
¡Hereje! Fue la palabra que atormentó mis días. ¡Bruja! Fue la que espantaba mis noches. Mujer es lo que soy, y puta lo que los ojos de la sociedad veían. Senos son los que adornan mi esbelto cuerpo, y ellos, los mismos que atraían los sucios silbidos de aquellos sin corazón que entre sus manos los deseaban. Mi largo cuello fue mi amor y perdición, titubeando entre continuar siendo una fuente de vida para mi cuerpo, o convertirse en el objeto sexual de sus ojos hambrientos. Pero mis manos fueron mi peor enemigo. Ansiosas siempre de mezclar, probar y curar el mal del enfermo.
Quisiera poder decir que no me lo advirtieron. Pero lo hicieron. Lo hicieron, y aquellos males que mis manos curiosas adoraban curar decidieron que no existía una cura. “¡No lo hagas más!” Gritaba mi interior en esas noches frías y oscuras, mientras la leña de la próxima víctima era acomodada una a una, lista para arder alto, iluminando el cielo con los gritos del dolor. No era un dolor físico, no. Era el dolor del alma que nunca pudo ser liberada. Porque ser mujer en aquella época, era como ser el diablo tocando las puertas del cielo.
Al final, no fui capaz. No podía abandonar ese impulso que surgía desde mi interior de correr por los campos recolectando las flores, las hierbas y las plantas tan interesantes que, más adelante, salvarían a mis pacientes. No solo fui incapaz de parar, si no que fueron los gritos de esas noches de dolor los que alimentaron mi enojo hacia esas criaturas que habían sido traídas a la tierra para dedicar sus días haciendo a los inocentes llorar. No, no iba a parar. Y si eso significaba arder hasta convertirme en lo que una vez fui antes de nacer, así sería. Y oh, mi querida Imelda. Es justo así como terminó siendo.
Mi existencia sola era una agonía. No por los gritos en las noches o los golpes de mi hombre. No por los silbidos merodeando por la calle o las miradas que acechaban con detalle. Ni siquiera era por los insultos y las risas graves que opacaban las canciones que un día, cuando era niña, habían sido melodías inocentes. Era la frustración de tener que caminar de puntitas por el fuego, tratando de evitar que las flamas quemaran. Era el miedo a nunca poder ser yo misma, y el dolor de tener que soportar un mundo que decidió que tenía el derecho de hacer y deshacer, como si de cosas materiales se tratara.
Firmé mi sentencia de muerte un día mientras acomodaban a mi querida hermana sobre la leña. Parada ahí, expuesta ante los ojos de miles, y corazones de nadie. Porque yo sé que si de corazones se tratara, Edén habría muerto de vieja, recostada en el verde campo, justo como siempre quizo. Mis gritos de súplica se mezclaron con los de aquellos que gritaron de alegría, volviéndolos inútil. Edén no sufrió. Doy gracias a mis conocimientos del cuerpo humano, pues se que el humo llenó sus pulmones antes de que el fuego siquiera tocara su preciada piel. Me pregunté una y otra vez cómo se atrevían a llamarle infierno al lugar donde pertenecían las inocentes sentenciadas, pues en realidad fueron ellos quienes convirtieron con sus manos nuestras vidas en infiernos.
A partir de aquel horrible suceso, dejé de sentir. El miedo, el enojo, la frustración, el dolor; esos sentimientos para mí fueron efímeros. Me convertí en la mujer más temida por la gente, porque, después de todo, no hay nada más peligroso que la mujer a la que nada le importa. La mujer que va por la vida sin sentir. En realidad nunca hice nada malo, pues no era una bruja en realidad, pero ellos no comprendían eso. Ellos no comprendían nada.
Es por eso que, sin importarme ya nada, adopté el nombre que me dieron. Bruja. Atormenté a los reyes y a las reinas con falsos hechizos, maldije a los bastardos que una vez me miraron como vil objeto y sentencié falsamente la muerte de aquellos que celebraron la partida de mi hermana. Fueron miserables. Y yo, después de meses de sentir indiferencia; sentí la libertad. Porque por fin sintieron ellos lo que alguna vez había sido mi día a día: miedo. Fui yo esa vez, el verdugo tocando las puertas de sus casas. Sentí una libertad arrebatadora, refrescante y excitante.
Meses después, caí en cuenta de que mi mente había engañado a mi alma, pues todas las emociones que supuestamente habían desaparecido habían en realidad sido sustituidas por el deseo de venganza. Sí sentí algo después de todo; y la libertad que viví fue real, pero vivir por venganza no era vida para mí. Cuando miré el fuego de la hoguera a través de mi ventana y deseé estar ahí, decidí que era momento de marcharme. Mi vida sin Eden no tenía sentido, y la única manera que había de terminar con ese anhelo de venganza, era dejando de esconderme en las sombras para mostrarme en la luz y entregarles mi cuerpo. Ellos librarían mi alma, pues yo misma no sería capaz de ponerle fin a mi cuerpo.
¡Hereje! ¡Hechicera! ¡Maldita! ¡Bruja! ¡Quémenla!
Días después, mi espíritu abandonó mi cuerpo. Como muchos dirían, el juicio final. Para mí, eso significó un nuevo comienzo. Significó paz para mi alma. Me fui de este mundo sin odio, pues aprendí a amar. Me fui sin rencor, pues aprendí que perdonar no es débil. Y me fui sin añoranza, pues, a diferencia de todas estas personas, yo probé la libertad. Yo sentí la libertad. Yo fui libertad. Los perdoné a todos. Y ahora será gracias a ellos que mi alma libre flotará alto; alto hasta llegar al cielo de Edén.
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